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Autor: Eduard Punset 11 septiembre 2011
Cuesta creer que en algunas cosas los humanos puedan desarrollar conocimientos que bordean lo imposible –la verdadera naturaleza y forma de la Vía Láctea o los secretos de la física cuántica– mientras que en otras se aferran a convicciones heredadas que nunca fueron, ni por asomo, probadas. Eso es lo que ocurre cuando se evalúan determinadas conductas emocionales; en términos generales, apenas empezamos a desentrañar los mecanismos cerebrales. Es aterradora la ignorancia aplastante del impacto del funcionamiento del cerebro, escondido dentro de la calavera.
El último ejemplo que tuve de este contrasentido fue la versión que dieron algunos de los hechos vandálicos ocurridos en Londres en agosto pasado, promovidos por bandas juveniles. Fue tan siniestra y equivocada la interpretación de aquellos actos que me sentí obligado a dar mi propia versión de los hechos en mi entrada periódica en este blog. Me limitaba a recordar que los saqueos y actos vandálicos de aquellos jóvenes de Londres no tenían nada que ver con la rebelión en los países árabes, intentando derrocar dictaduras nefastas. La delincuencia y la psicopatía habían tenido mucho más que ver con lo ocurrido en Londres que la lucha por la libertad o la justicia social.
Aquella columna suscitó alguna reacción crítica en mi blog, alegando que sobreestimaba la condición de psicópatas de los delincuentes en detrimento del peso de las desigualdades sociales en su conducta. Un español que vivía exactamente en el barrio donde se originaron los disturbios filmados por él alegó, por el contrario, que se trataba de una reacción oportunista de los delincuentes locales. “Como testigo directo puedo garantizar que no hubo ningún
motivo político ni social”.
Humo (a la izquierda), helicópteros (centro) y el arco iris (derecha) en el barrio londinense de Hackney, durante los disturbios de agosto (imagen: Nell Greenhill/Flickr).
Cuando se trata de dar explicaciones de comportamientos que tienen que ver con nuestros sentimientos o emociones, se olvida la magnitud o intensidad desproporcionada de esos comportamientos, en comparación con hechos que tienen que ver con causas físicas y no mentales, como los descalabros sociales de la guerra, el hambre, el sexo o la pobreza.
Sorprende la ligereza con que, contra toda evidencia, se descartan los efectos desgarradores de las emociones mal llevadas, como la envidia, la tristeza o la soledad; la envergadura de los desperfectos sociales causadas por ellas es muchísimo mayor. Son, además, desencadenantes de males individuales y sociales mucho más exacerbados.
Una ponderación de las encuestas efectuadas en Estados Unidos indica que, de una muestra superior a 20.000 entrevistados, casi un 30 por ciento se ven afectados por sentimientos persistentes de soledad, que muchos de ellos desembocan en la drogadicción, el alcoholismo y el suicidio. Cuando se analiza su impacto por sexos, resultan los hombres ligeramente más afectados que las mujeres. En cuanto al criterio de la edad, apenas hay diferencias hasta alcanzar la adolescencia, en cuyo periodo la soledad aparece con mayor frecuencia, porque en esa edad se intentan construir relaciones estables de afecto y de consolidación del estatus social.
La soledad debiera ser una de las bestias que habría que abatir en el entramado sanitario; un objetivo específico en lugar de ser un añadido de terapias consideradas esenciales, como la lucha contra la depresión. Gestionar la soledad de los jóvenes es mucho más importante que saciar sus ansias de entretenimiento o controlar los efectos perniciosos del consumismo. Los médicos y farmacéuticos, sin embargo, solo se ocupan de la depresión llenando a la gente de fármacos que no siempre están debidamente comprobados ni en plazo de su efecto ni en el tipo de daño que, supuestamente, diluyen ni, por supuesto, en sus efectos secundarios; casi todos, malos.